Yo recuerdo...


En estos tiempos de armas viejas enterradas que ven la luz, de explosivos caducados y de apología del olvido, hoy, más que nunca, yo recuerdo.

Ahora que los más jóvenes ni siquiera saben lo es ETA; ahora que algunos creen que la normalidad se ha instalado en cada pueblo del País Vasco y de Navarra; ahora que los que apoyaron durante tanto tiempo a los asesinos tratan de disfrazarse de arquitectos de la paz; ahora, más que nunca, yo recuerdo.

Recuerdo a mi padre mirando cada mañana debajo de su coche por si algún desalmado había decidido poner una bomba lapa en los bajos. Recuerdo el rostro de Fidel Dávila, que el 21 de junio de 1993 moría asesinado junto a otras 6 personas. Recuerdo la imagen de Irene Villa. Recuerdo aquella tarde y aquella noche eterna de 1997 en la que viví desde la redacción de ABC el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Recuerdo el silencio cómplice de tanta gente. Recuerdo las declaraciones de encapuchados amenazándonos. Recuerdo las fotos de políticos con dianas en las puertas de los bares de Vitoria. Recuerdo los entierros casi a escondidas de guardias civiles.


Recuerdo a Martín Carpena, tiroteado por la espalda en Málaga delante de su mujer y de su hija. Recuerdo a muchos militares ya retirados que recibieron disparos en la nuca en plena calle. Recuerdo a Gregorio Ordóñez, al que dispararon en la cabeza cuando estaba en un bar.

Recuerdo a Fernando Múgica, a Francisco Tomás y Valiente, a Alberto Jiménez Becerril, a Fernando Buesa y a Isaías Carrasco. A los 3 guardias civiles asesinados en 2009, y también al policía francés asesinado en 2010.

Recuerdo el 19 de junio de 1987, cuando en el Hipercor de Barcelona asesinaron a 21 personas. Y el 29 de mayo de 1991, cuando volaron la casa cuartel de Vich, matando a 9 personas, entre ellas 5 niños. Y el 11 de diciembre de 1987, cuando hubo 11 muertos (6 menores) en la casa cuartel de Zaragoza.

Recuerdo que hay más de 800 muertos. Que hay miles de familias destrozadas. Que en muchos pueblos vascos y navarros esto está lejos de haber terminado.

Recuerdo quién es Arnaldo Otegui. Recuerdo el nadar entre dos aguas del PNV. Y quién es el obispo Setién. Y que había medios de comunicación apoyando la muerte y la barbarie. Y que en otros países hablaban de “movimiento político vasco” mientras seguían disparando a gente en la nuca.

Ahora, más que nunca, yo recuerdo. No sé tú, querido lector. Pero para olvidar, conmigo que no cuenten.

Monleón: reflexiones y recuerdos del Festival de Mérida

Tuve la suerte de conocer a José Monleón el 14 de julio de 2010. Me invitó a compartir una tarde con él en su casa a las afueras de Madrid y charlamos durante horas sobre el Festival de Mérida. Sobre su origen, sobre su pasado y, también sobre su futuro.

Ya estaba físicamente mermado, pero mantenía intactos la memoria y el ingenio. Estos días se escuchan y se leen muchas cosas sobre él y sobre su importancia en Mérida. No podemos perder de vista que fue el primer director del Festival de Mérida como lo conocemos hoy, con una estructura, con un concepto y con un modelo claro después de que la Junta de Extremadura asumiese las competencias.  Enamorado de Mérida y del teatro grecolatino como concepto, se mantuvo en Mérida hasta que trataron de 'maquillar' su idea -también criticada en su momento por su excesiva apuesta por un teatro a veces difícil de comprender- a cambio de volver al gran espectáculo.


Pero como no quiero ser yo quien te lo cuente, te dejo algunos extractos de esa extensa entrevista que le hice hace 6 años y que se publicó en el libro 'Testimonios' que me publicó el Festival de Mérida en 2014. Es una entrada un poco larga y sólo aptas para los amantes del Festival de Mérida. Descanse en paz, maestro.

El teatro en Mérida durante el franquismo
"Creo que en un momento determinado el Festival de Mérida tuvo una significación muy importante como un modelo cultural relacionado con el franquismo, y fue utilizado a veces con una intención claramente política y a veces con un discurso teatral detrás del cual existía igualmente un discurso político. ¿En qué consistía ese discurso político? Pues yo creo que en términos formales se planteó el problema de hacer un gran espectáculo para que de pronto el medio popular que pudiera estar más o menos como separado, como poco atendido, como perdido en la España de entonces… pues claro, el Festival era una posibilidad de congregarlos, de que todo el mundo dijera aquí “debemos a este gobierno una cosa importante”. 

"Las ruinas del Teatro Romano, el gran espectáculo, la gran figuración, la integración en esa figuración de muchachos y muchachas de Extremadura, la presencia de Rabal y de un primer actor, pues eso creaba una imagen que funcionaba, porque  para un tipo que vivía en Extremadura y que no le pasaba casi nada, pues está claro que el que llegara eso era como si allí hubiera tocado algo, vamos, como si España hubiera ganado el Campeonato del Mundo. Esto significó todavía otra cosa igualmente grave".

Su llegada al Festival en 1983
"Me encuentro que hay que repensar el festival. Primero porque hay que leer los clásicos de otra manera. Segundo, porque hay una lectura política de los clásicos. Tercero, porque estamos en Europa. Cuarto, porque se plantea el problema de las lenguas… ¿cómo podemos ser un festival de teatro clásico donde Grecia y Roma, sobre todo Grecia, son fundamentales, y sólo se puede hablar castellano, cuando donde mejor se está haciendo ese teatro es en Grecia?"

"Empezamos con ‘Los caballeros’, que fue el primer espectáculo. Y ya se planteó un poco la perplejidad del público, ¿no?, de ver que ahí hablaban en griego, y desde el principio ese espectáculo ya marcó, ayudó a plantear un problema muy claro: quienes estaban interesados y de acuerdo con lo que significaba esa búsqueda, y quiénes consideraron –como algunas gentes de izquierda que yo creí que lo iban a entender- que eso era elitismo, que el pueblo no entiende el griego… por un  lado reclamaban que subiera el nivel y al mismo tiempo pedían que aquello estuviera al nivel más elemental porque sólo así era popular. Los años que estuve allí lo asumí como algo lógico, esa especie de doble público, doble críticas y doble percepción: los que estaban de acuerdo con la búsqueda y los que pensaban que esa búsqueda creaba un Festival como demasiado intelectual". 

"En Mérida se reivindica mucho Margarita Xirgu cuando empezó en el 33, claro, y se olvida una cosa fundamental: Que la presencia de Margarita Xirgu en el 33 responde perfectamente a que la Segunda República se planteó la absoluta necesidad de llevar a los medios populares un tipo de cultura que hasta ese momento no había ido. Y claro, si uno acepta que Margarita Xirgu en el 33 estuvo llena de sentido, tiene que aceptar que Margarita en el 33 en Mérida chocaba completamente, más que ahora, con otro tipo de público y de gente que para los que aquello debió ser como el que vio el avión por primera vez. Y sin embargo la República lo llevó con Rivas Cherif y con toda una gente fundamental porque entendió que era necesario que ese pueblo y esa gente entrara en un proceso político y cultural a cuyo servicio se ponía el Festival de Mérida. Por eso cuando entro y empiezo una de las referencias que yo tengo es Margarita Xirgu, pero no como la artista simplemente, sino como la significación, el carácter que había tenido la presencia de Margarita con su ‘Medea’ en el 33 en Mérida".



Su dimisión en 1989
"En aquel año que yo me fui (tras el Festival de 1989) presenté el balance la dimisión al mismo tiempo. Era cuando se había hecho la ópera (‘Medea’, con José Carreras y Montserrat Caballé), y de pronto entró una especie de locura por el gran espectáculo. Y dije que no, huyamos de eso e intentemos recuperar, y si nos equivocamos, nos equivocamos, pero, ¿por qué hacemos los espectáculos?"

Ese debate nunca cerrado acerca de qué se puede hacer y qué no en ese monumento
"Para mí el teatro de alguna manera sería como un estadio de fútbol, que por muy hermoso que sea cuando se justifica es cuando juegan el partido. Hay gente que dice “qué bonito es el Bernabéu”. Vale, es precioso, pero el Bernabéu no es un monumento, es un sitio para jugar al fútbol, cuando el Bernabéu está en su esplendor es cuando se está jugando. Lo mismo ocurre con un teatro, aunque sea el Teatro Romano de Mérida o el Teatro Español; no son monumentos, son espacios precioso, maravillosos, pero que han sido hechos para un uso, y cuando cobran su verdadero valor y su belleza y su sentido es cuando se están usando. Por tanto, la gente que va a ver una función y está pendiente del monumento carece de sentido, es como si fueras al fútbol jugando una final y de pronto estuvieras mirando el monumento. No puedes establecer ningún conflicto entre el monumento y el teatro porque el monumento existe para hacer teatro, y cuando está en su plenitud es cuando se está haciendo teatro… igual que no podría hacerse ese teatro sin  esos elementos que hay allí, y esos elementos sin ese teatro no tienen sentido…"

Mérida, un punto de encuentro 
"Cuando yo los invitaba y hablaba hacía un discurso de unirse varios países, porque hay una cosa que creo que es fantástica: tú eres yugoslavo y para ti Edipo es importante, tú eres italiano y para ti Edipo es importante … y llamabas a gente de 10 países y todos decían que Edipo era de su país. El hecho de utilizar los clásicos griegos como un punto de cita, de reunión de lo diverso, era formidable, porque cada país llegaba con su lengua, con sus características, y montaba la obra de una manera distinta, pero la obra era la misma".

"¿Por qué hacíamos estas obras? No porque el teatro fuese bonito, lo hacíamos porque en esa lucha de la sociedad griega de aquella época por construir una democracia y ver los obstáculos que tenía esa construcción, se estaba planteando un problema que en otros términos también estábamos teniendo en nuestra época, y por tanto podía servir para hacer pensar cuáles eran nuestros obstáculos para nuestro proceso democrático."

El presente y el futuro del Festival
"Lo que es muy importante es que la gente de Mérida tuviera conciencia de ese discurso estético y político que de pronto se había construido ahí en Mérida. En estos últimos años he leído muchas críticas que se hacen como si fuese el festival 0 de Mérida, el espectáculo estuvo bien, o mal o regular, pero las relaciones que tiene un espectáculo con esa senda o con ese camino que se he hecho allí lo ignoran porque no conocen o no lo tienen presente ese camino. Creo que eso sí es importante, que si allí se ha construido una casa, pues que la casa se tenga presente".

"Creo que el gran modelo de Mérida, si las circunstancias políticas lo acompañaran, sería profundizar en lo que planteamos entonces, porque en la experiencia de estos 20 años se ha desarrollado la Alianza de Civilizaciones, ha aparecido el presidente Obama… muchas cosas que están pasando, demuestran que ése es uno de los caminos importantes por donde la historia puede salir de los atascos del radicalismo islámico, de muchas cosas horribles, si llegamos a crear una cierta conciencia como planetaria, de que somos diferentes pero en una casa común. Y justamente ésa era la idea que teníamos en el Festival de Mérida: que asumiera y profundizada y desarrollara esa idea en ese contexto mundial de que así como nosotros estábamos muy contentos porque habíamos entrado en Europa y teníamos la visión del Mediterráneo, hacía falta gente que tuviera esa visión de que la cultura es un aporte fundamental para la construcción de esa especie de solidaridad planetaria y que lo hiciera desde Mérida". 


Algunos de sus espectáculos más importantes 

Terzopoulos
"En uno de los primeros años me fui a Atenas y vi a un muchacho, un director que se llamaba Terzopoulos, que aún no era conocido para nada, y entonces estaba montando una obra, ‘Las bacantes’. Entré a ver el ensayo de ‘Las bacantes’ y de pronto  me encontré      que tenía cinco o seis actores nada más. Le pregunté por qué tenía tan pocos actores y me contestó que quería probar un nuevo lenguaje, era un espectáculo que iba a ser revolucionario en Grecia, y le propuse llevarlo a Mérida. Cuando me fui a Mérida y expliqué que iban a venir ‘Las bacantes’, todo iba muy bien… y en un momento determinado me preguntan: “¿No lo harán en griego, verdad?” Respondí: “Pues hombre, naturalmente que lo harán en griego”. “Pues hay que poner que es algo experimental, porque si no la gente corremos el riesgo de que se forme un pequeño lío”. La hicimos en el anfiteatro y el pequeño lío que se iba a armar… por primera y creo que única vez Mérida, vi allí tirar flores a los actores, fue una cosa maravillosa".

Paul Taylor Dance Company (1986) ¿Cómo se recibió un espectáculo así en Mérida en aquel momento?
"En Mérida era muy curioso, allí se había creado durante la época de la dictadura la idea de que había que hacer espectáculos sólo para Mérida. Entonces cuando llegaba un espectáculo y te decían, no, esto es para Mérida, y entonces tenías que explicar que no, porque Mérida no era una cosa tan aislada, que Mérida tiene una personalidad, pero que la personalidad de Mérida te vas Segesta, te vas a los grandes teatros romanos y mediterráneos que existen, y ves que entre todos ellos hay una especie de espíritu que es como un mundo común. Entonces cuando llegó aquella obra de Paul Taylor, un coreógrafo como Paul Taylor, una chica me dice: “Se nota que esto está hecho para Mérida”.

Irene Papas
"Irene fue algo maravilloso. Irene hizo en Mérida una de las cosas más extraordinarias que yo he visto nunca. Empezó, estaba el teatro lleno, y ella entraba en el escenario con una antorcha, y se movía, y empezaba a hablar en griego, y cuando estaba declamando –porque decía poemas de poetas griegos- empezó una tormenta, y entonces Irene se salta completamente el papel y vemos que hace otra cosa, abandona los poemas y se dirige a Dios, claro, como si estuviera en Grecia, y entonces le pide a Dios que le deje terminar la sesión, y hay un diálogo que Irene se inventó, que improvisó, hablando con los dioses desde el teatro de Mérida que no entendíamos nadie… Yo lo viví. Una actriz de su dimensión que para el papel y mira para arriba y se pone allí a hacer una invocación, una especie de plegaria, como si ya no existiera nada más que ella y Dios, y estuvieran los dos solos… fue una cosa maravillosa".

Montserrat Caballé (1989)
"No niego para nada el interés de aquello, pero lo trataron exactamente igual a como durante la época de la dictadura trataban los espectáculos de Tamayo, donde el espectáculo era el tema y no lo que el espectáculo decía, la manera de leer el espectáculo, el conflicto que había dentro del espectáculo… ya no eran espectáculos para pensar sobre ellos, sino para sentarse allí en el sillón, o en las gradas, y sentir el placer de ver un gran espectáculo. Y entonces yo comprendí que yo ya había estado mis 6 años, había dado mi pelea, y me fui. Yo dije no, porque ellos creían que Mérida a partir de entonces podría convertirse  en un gran festival de ópera y dejar a un lado esa tradición de clásicos, puesto que eso otro daba más imagen, más dinero y más nosequé".

Soy Aylan. Tengro tres años... y estoy muerto

"Hola. Me llamo Aylan. Tengo tres años. Soy sirio. Huí de la guerra con mi familia para tener un futuro. En Canadá, donde tenemos familia, no nos acogieron. Nos montamos en un bote y nos lanzamos al mar en busca de todo lo que Europa representa. Ahora estoy muerto".

El 2 de septiembre su cuerpo aparecía inerte, tumbado boca a abajo, en la playa turca de Bodrum. La fotógrafa Nilufer Demir inmortalizó el momento, una de esas imágenes que ya forman parte de la triste memoria colectiva de nuestro tiempo.

Una fotografía que dice más que mil páginas escritas. Una fotografía que cuenta una historia, la del fracaso de la civilización humana. Una fotografía que es un autorretrato brutal y realista del mundo en que vivimos. Una fotografía que nos sirve en bandeja nuestra hipocresía de mundo civilizado.

Un puñetazo en el estómago. Duro. Directo. Sin misericordia. Sin filtros de Instagram. En esa playa de Bodrum estos días los niños no juegan, mueren. Allí nadie se hace foto de los pies para colgarlas en Facebook. Allí, se muere.

Un niño de tres años. En la playa. Muerto.

Un puñetazo en el estómago.


Cada día, mientras comemos, vemos de fondo en el telediario a miles de personas abarrotando una estación de tren en Budapest; apostados frente a una valla y miles de policías que les lanzan gases lacrimógenos; vagando como fantasmas durante cientos de kilómetros. No nos quita el apetito. Pero de pronto. Un niño de tres años. En la playa. Muerto. Un puñetazo en el estómago. Un niño que podría ser cualquier niño. Pero no es cualquier niño. Es Aylan. Tiene tres años. Es sirio. Y ahora está muerto.

Un puñetazo en nuestra hipocresía. ¿Qué creíamos que pasaba en las guerras? En Siria mueren decenas de niños todos los días. Niños como Aylan, pero que no salen en fotografías porque están lejos de aquí. ¿Acaso es que nos molesta que nos lo muestren? Ahora esa muerte tiene un rostro, tiene un nombre y está en nuestras playas.

Y ahora, de pronto, ya no nos molesta que vengan miles sirios y acogerles entre nosotros. Porque hemos visto su rostro. El de un niño de tres años muerto en una playa.

Y decimos que hay que parar la guerra en Siria. Otra vez la hipocresía. Porque hay que acabar con esa guerra, pero nadie dice cómo, aunque todo el mundo sabe que sólo hay un camino que por desgracia ya se ha transitado en muchas ocasiones con resultados dispares.

¿Cuántos de nuestros soldados estamos dispuestos a que mueran para que ningún Aylan más tenga que dejarse la vida en nuestras playas? Porque para acabar con esa guerra hay que mandar soldados. Y en las guerras, los soldados mueren. Puede que no queramos saberlo, pero es así. Y todos los que hoy claman por esa intervención (así, en general, sin concretar) verán cómo les muda el rostro cuando los que vayan allí a jugarse la vida sean sus hijos, sus sobrinos, sus hermanos, sus amigos, sus padres...

Una fotografía que es un autorretrato de una civilización de tres velocidades que ha fracasado y que no sabe cómo solucionar problemas que arrastra desde hace siglos.

Una civilización reflejada en el rostro de un niño. Se llama Aylan. Tiene 3 años. Es sirio. Y ahora está muerto.

Es mucho más que una fotografía. Es una historia. Es un puñetazo en el estómago. Son lágrimas en miles de rostros de todo el mundo. Pero él, tumbado en esa playa, sólo es un niño muerto que huía de una guerra que no sabemos parar.

Pena. Asco. Dolor. Y un niño muerto en la playa con el rostro de todos esos miles de niños que han muerto en Siria y de los que no sabemos el nombre.

"Hola. Soy  Aylan. Tengo tres años. Soy sirio. Estoy muerto. Soy todos los niños de la guerra. Soy todos los muertos de todas las guerras. Soy un puñetazo en el estómago. Y ya no me podrás olvidar".

José Sacristán y sus 7 papeles por 30 duros en el Festival de Mérida

Hoy que se ha conocido la concesión a José Sacristán del premio CERES - Emérita Augusta por su carrera, he recordado la entrevista que le hice para el libro 'Testimonios' que publicó el año pasado el Festival de Mérida. Aunque nunca fue protagonista en el Festival, sí que apareció dos veces sobre la escena del Teatro Romano. La última ocasión fue con motivo de la entrega del premio Scaena a Dario Fo.
Pero muchos antes, en 1964, cuando era apenas un joven actor empezando su carrera, José Sacristán pisó la arena del Teatro Romano de Mérida, y aquel día, según cuenta él, todo cambió. ¿Quieres saber por qué?


¿Qué recuerda del Festival de Mérida?
Pues para mí fue inolvidable, porque estoy convencido de que no tuvo ninguna repercusión ni para el público ni para el resto de los profesionales, pero le puedo decir que supuso un cambio definitivo en toda mi carrera profesional, debido no al festival ni a la obra que yo representé, sino a la presencia en él de José María Morera, un director que se acercó a Mérida para dar las gracias a don José Tamayo por un elogio anterior.

Fue en ‘Julio César', con José María rodero y Javier Escrivá como protagonistas…
Yo hacía siete papeles por 30 duros, como lo oye. Entonces entre el público estaba el señor Morera, y al final me mandó un emisario para decirme que me llamaría para lo primero que montase en Madrid… y cumplió su palabra. Volvimos con la Compañía Lope de Vega a Madrid y un representante del señor Morera me llamó para incorporarme a su compañía en una obra que estrenaban en el teatro Alcázar y que se llamaba ‘Muy guapo, muy rubio, muy muerto’, donde ya el papel era otra cosa y sobre todo el aumento del sueldo, que para mí era fundamental, pasé de la s150 a las 250… Ahí no terminó la cosa. El señor Morera se asoció con Pepita Martín y Manolo Sabatini, actores que venían de una temporada muy exitosa en Buenos Aires y montaron ‘La pulga en la oreja’, de Georges Feydeau, y por un corrimiento de papeles en un momento determinado el señor Morera me ofreció el papel que cambió de arriba abajo toda mi carrera. Fue pasar de la noche a la mañana pasar de ser el que sacaba la lanza con Tamayo a que la gente preguntase por mí. Y todo eso ocurrió a partir de Mérida, que para mí es de vital importancia. En aquel año 1964 la situación era terrible para mí, y cómo se me va a olvidar que fue precisamente en Mérida donde todo cambió, porque a partir de ahí las cosas fueron muy distintas.

¿Qué recuerda de aquel escenario?
Acojonante, porque te puedes imaginar lo que suponía… lo que pasa es que entonces mi vida era muy extrema económicamente hablando, tanto que pasaba hambre, sencillamente. No voy a dramatizar ahora, pero mi mirada estaba más en mi estómago que en las ruinas del teatro. Pero realmente allí estábamos con un ejército, en llamas, como José Tamayo montaba todo esto, con mucha espectacularidad.

¿Nunca le volvió a surgir la posibilidad de volver al Festival de Mérida?
Me llamaron precisamente para entregar un premio al maestro Darío Fo, y fue un honor para mí rendirle ese homenaje merecidísimo, pero la verdad es que nunca hubo otras ofertas concretas. Bien es verdad que a partir de 1965, cuando hago la primera película, mi carrera se centró en el cine.

Foto: Festival de Mérida


Todo cambia

Cae el atardecer. Huele a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. En el silencio de la tarde resuenan la canción de una niña y el agua al golpear contra la piedra, persistente, una  y otra vez. Sólo tú y el precipicio. Sólo la sangre blanquecina del acantilado convertida en espuma tras cada embestida.

Cierras los ojos. Todo cambia. Nada permanece. Una vez más.  En tu cabeza resuenan esas viejas canciones que siempre te acompañan. Oyes al boss con su Youngstown, a Calamaro hablando de lo que pasará dentro de diez años y Extremoduro que te cuenta qué pasa tras la vereda de la puerta de atrás. Resuenan Offspring, Goran Bregovic, Nacho Vegas y Johnny Cash.

Todo cambia. Nada permanece.

Lo esencial es invisible a los ojos y hace mucho que aprendiste que no importa el dónde, sino el qué, el cómo y, sobre todo, el con quién.  Hace mucho. Aprendiste.

El precipicio te observa fijamente, como si te llamase. No tienes miedo. Todo cambia. Nada permanece.


Abres los ojos y estás frente al espejo. Te encuentras una mirada que arrastra ya cuatro décadas. En las pupilas encuentras ilusiones, ideas, proyectos… ganas de vivir. La sensación de que todo acaba de empezar. De que lo mejor está todavía por llegar.

Parpadeas apenas y estás de nuevo frente al acantilado. Con el olor a zumo de naranja, a café recio y a océano portugués. Y sin saber por qué, sonríes. Avanzas con paso firme, sin dudas ni excusas, y el precipicio te engulle. Una vez más.

Todo cambia. Nada permanece.


Lo esencial es invisible a los ojos.

En la muerte no hay poesía



En la muerte no hay poesía. Ni belleza. Ni bellas palabras de despedida. Sólo una prosa áspera. Dura. Llena de vacío y de silencio.

En la muerte no hay épica. No hay rastro de heroísmo ni ejemplos a seguir. Sólo instinto de supervivencia que nos obliga a agarrarnos a la luz, a la vida.

En la muerte no hay esperanza. No hay sueños ni paraísos esperándonos. Sólo oscuridad. Oscuridad, vacío y silencio.





La muerte no dialoga. No negocia. Es una puta que te ataca por la espalda.

La muerte nunca llega en buen momento.  No espera ni avisa. Simplemente, baja la persiana.

La muerte no nos hace mejores. Ni peores tampoco. No nos condena al olvido, pero tampoco nos garantiza ser recordados eternamente. No nos hace más queridos para siempre, ni tampoco más odiados. Eso nos lo ganamos en vida.

La muerte.

Una silla vacía. Mil preguntas sin respuesta. Una partida de cartas incompleta. Una conversación a medias.

Oscuridad y vacío.

Silencio.

La nada.





Fotografía: http://photobucket.com